Wednesday, September 12, 2012

Hizkuntza gaitasunaren garapena 0-6 artean

Guibourg, Isabel (2001). “El desarrollo de la comunicación”. In M. Bigas & M. Correig (Eds), Didáctica de la lengua en la educación infantil (13-42). Madril, Síntesis.


1.4. La comunicación preverbal

El ser humano nace inmaduro y necesita de la intervención de una persona adulta para garantizar la satisfacción de sus necesidades básicas. A pesar de su inmadurez, el recién nacido es un ser activo que busca relacionarse con el entorno.


Al nacer, el bebé cuenta con unas predisposiciones que le permiten y facilitan la rela­ción y comunicación con otros seres humanos. Los cuidadores, especialmente la madre, se transforman en los "objetos" más interesantes para el pequeño. Ellos son una fuente inagotable de estímulos (emiten sonidos, se mueven, acarician...) y, además, siempre aparecen en aquellos momentos de necesidad, colaborando en la satisfacción y brin­dando el placer agregado del afecto.


I-4-I. Los inicios de la comunicación preverbal

Las primeras comunicaciones entre el bebé y la madre se establecen a través del vínculo afectivo. Esta comunicación afectiva se origina en la relación que tiene lugar durante la satisfacción de las necesidades del niño, en las que el cuerpo del bebé entra en contacto directo con el cuerpo de su madre. Cuando la madre alimenta a su bebé no sólo le ofrece la leche que calma su hambre sino que, además, lo abraza, lo acari­cia, le habla, lo mira ... Todas estas expresiones de cariño que acompañan al ama­mantamiento, dan al bebé un placer adicional a la satisfacción de la necesidad que, en un período de tiempo relativamente corto, se transformarán en deseo. Las expre­siones afectivas de la madre y el niño facilitan el establecimiento de una relación ini­cial, antecedente imprescindible para el desarrollo de las capacidades comunicativas del bebé que posibilitarán la adquisición del lenguaje verbal.

Entre las predisposiciones con que cuenta el recién nacido para la interacción social, ocupan un lugar destacado las percepciones, fuente básica para la obtención y el procesamiento de información. De todos los estímulos auditivos que puede per­cibir el recién nacido, la voz humana ejerce sobre él una atracción especial. Se ha demostrado cómo es capaz de distinguir la voz de su madre (percibida durante la vida fetal) de entre otras voces. También es posible observar movimientos del cuer­po del niño sincronizados con los segmentos de habla del adulto. El bebé es espe­cialmente sensible a los aspectos rítmicos del lenguaje oral; es como si bailara al son de la palabra del adulto que, al estar cargada de afecto, brinda "la música" con ento­naciones y modulaciones ricas y variadas.

El bebé también se siente atraído por el rostro humano. El juego de miradas es una forma de comunicación entre el bebé y su madre. El olor de la madre, las sen­saciones placenteras que le producen sus caricias y demás estimulaciones agradables que suelen acompañar a sus apariciones, secundan a la visión y a la audición, dando lugar a la construcción de los primeros cuadros perceptivos que serán el primer paso en la construcción de representaciones mentales.

Toda otra serie de conductas que el recién nacido es capaz de producir, como el llan­to o la sonrisa, también se hallan al servicio de la relación y comunicación inicial, dado que el adulto las interpreta como si el bebé tuviera una clara intención comunicativa.

El neonato llora como descarga frente a estímulos que le resultan desagradables y que le producen malestar, como el hambre. Pero el adulto infiere que el niño llora para avisarle de que tiene hambre o está molesto. A fuerza de que cada vez que el pequeño llora, el adulto aparece e intenta calmar su malestar, el pequeño aprende de manera relativamente rápida, que el llanto es una vía ideal para lograr su presencia y consuelo. La sonrisa del recién nacido es una respuesta refleja a la percepción de placer, pero la atracción que tal respuesta genera en el adulto hace que sea interpretada por éste como si fuera una señal de reconocimiento.

Los adultos sienten una particular fascinación por los recién nacidos y participan activamente en la instauración de esta primera interacción, ofreciendo apoyos y ayudas necesarios para el establecimiento de una comunicación inicial. Los cuidadores interpretan las capacidades expresivas del bebé como manifestaciones de estados emocionales aunque inicialmente el pequeño no tenga una intención de comunicar algo a alguien. La madre se esfuerza por ajustar su comportamiento al del bebé, y el pequeño, con su expresividad, invita a la madre a intervenir y colabora en el mantenimiento de la interacción.


I.4.2  El desarrollo de la comunicación preverbal

Una condición necesaria en toda situación comunicativa es que los interlocutores compartan un conjunto de convenciones por medio de las cuales puedan hacer ­referencia a la realidad de forma inequívoca. Toda comunicación exige un nivel de intersubjetividad entre los hablantes, la existencia de un conocimiento previo compartido, de unos significados comunes que sirvan de antecedente implícito a lo nuevo que se quiere comunicar. Para convertirse en un hablante competente, el niño ha de adquirir este conjunto de significados creados por su grupo cultural. Pero hasta que lo logra avanzar en esta construcción, es capaz de compartir con sus cuidadores un conocimiento, basado en la experiencia conjunta, que se denomina intersubjetividad primaria.

Es el caso de las protoconversaciones. Cuando un bebé de dos meses se esfuerza por producir sonidos, capta la atención de su cuidador. Esta atracción lleva al adulto a situarse dentro del campo visual del niño y a fijar la mirada en sus ojos. Cuando el pequeño interrumpe sus vocalizaciones, el adulto interpreta este silencio como una invitación para "contestarle". Cuando el adulto calla, el bebé vuelve a producir sonidos. De esta manera se establece una especie de "diálogo".

Las protoconversaciones instauran un ciclo de interacción entre el niño y la persona que lo cuida, en la que se establece una alternancia entre sonrisas, miradas y vocalizaciones (y movimientos descontrolados del bebé), similar al ciclo que se da en el diálogo entre adultos. En las protoconversaciones el bebé parece capaz de iniciar el proceso de elaboración de una representación del otro como alguien con quien es posible establecer una comunicación y comenzar a tomar conciencia sobre el valor expresivo de los gestos y expresiones:

Una ingeniosa experiencia de feedback comunicativo ilustra este razonamien­to. Los sujetos de la misma son una madre y su hijo de dos meses comunicando, no frente a frente sino a través de un circuito cerrado de televisión (Murray y Trevarthen, 1985). El niño tiene enfrente de sí la pantalla con la imagen de la madre dirigiéndose a él y a la inversa. Después de un ratito de correspondencia entre ambos y aprovechando una pausa, "se propone" al niño entrar de nuevo en coloquio con la madre a través de la pantalla; pero lo que realmente se hace es pasar de nuevo la escena que acaba de transcurrir y que se ha tenido la precaución de grabar. El niño contempla de nuevo a la madre que le dirige gestos cariñosos (los mismos de antes) y él se lanza a emitir los suyos. Pero, ahora, el ritmo de las expresiones maternas no se ajusta a las del niño; la interacción resulta imposible de regular. Finalmente, el niño da visibles señales de desconcierto. Esta reacción del pequeño indica diversos hechos, todos ellos dignos de consideración: que posee un esbozo o esquema innato de lo que es "una interacción feliz", que ese esquema o principio de acción alimenta expectativas e intereses y, por ahí, deja entrever la existencia de un núcleo intencional (Perinat, 1985: 41).

Para Trevarthen, sus observaciones de la interacción entre los bebés y sus madres demuestran la existencia de una intersubjetividad primaria que se concreta en la habi­lidad de los bebés para interpretar las miradas, los gestos, las actitudes y los estados de ánimo significativos de los adultos. Para Kaye, no podemos hablar de intersubje­tividad porque no se comparten significados y porque ello supondría otorgar dema­siada intencionalidad a un bebé, todavía demasiado inexperto. Son los padres quie­nes actúan como si el bebé tuviera una intención comunicativa y esta actitud de los padres es la que pone en marcha el potencial comunicativo del niño:

Mientras el bebé sólo sea un aprendiz del sistema, no hay verdadera intersub­jetividad ni verdadera comunicación [ ... ] La intersubjetividad en la mente de los padres se mantiene un paso por delante de la del niño y en esto reside el secreto del desarrollo cognitivo de nuestra especie [ ... ] Los padres, de forma inconsciente, si es que no consciente, se comportan como si hubiese significado compartido, como si los bebés no sólo comprendieran, sino que también produjeran gestos de "lenguaje natural" que los padres comprenderían. De cierta manera, los padres mantienen una ficción, pero se trata de una ficción que tiene una función. Es una etapa necesaria que prepara el camino para el desarrollo del lenguaje (Kaye, 1986).

De hecho todos los estudiosos del tema, coinciden en otorgar un lugar funda­mental a la intencionalidad comunicativa que los padres adjudican a sus bebés, como forma de potenciar el desarrollo de la comunicación temprana. Los padres respon­den a la intencionalidad supuesta, aplicando estrategias que favorecen la interven­ción del bebé. El contenido emocional de sus mensajes, el tono de voz, la entonación, la mímica que acompaña sus verbalizaciones o la gesticulación forman parte de los índices que el adulto ofrece al niño para interpretar sus propias intenciones y facili­tar el establecimiento de una intersubjetividad primaria.

Para Kaye, los marcos de crianza, a través de las cuales los padres garantizan la satisfacción de las necesidades básicas de sus hijos (alimentan, limpian, consuelan, miman y tranquilizan a los bebés) son "el canal más fiable para llegar a la intersub­jetividad entre padres y bebé" (Kaye, 1986: 98). Estas actividades dan lugar a los pri­meros contextos de interacción con el adulto. Tal y como ya se ha dicho, tienen una especial significación y funcionalidad para el pequeño: garantizan la satisfacción de las necesidades biológicas y el placer agregado que le produce el contacto cuerpo a cuerpo y las expresiones de afecto del adulto.

A los pocos días del nacimiento del bebé, éste y el adulto consiguen establecer una rutina diaria, organizada en función de las necesidades del pequeño, que ins­taura una secuencia, más o menos estable, de actividades cotidianas. El estableci­miento de esta rutina ofrece al bebé la seguridad de la satisfacción de sus necesida­des. Los cuidadores conocen la importancia de la rutina para el bebé y saben que si se perturba, el cambio acarrea alteraciones de su comportamiento: duerme y come mal, se muestra molesto, llora ...

Las rutinas potencian la comunicación porque se estructuran como contextos de interacción estables, regulares, recurrentes y limitados. Cada rutina se realiza de for­ma más o menos uniforme, generalmente en el mismo lugar, todos los días y varias veces al día. Estas rutinas se organizan a partir a una secuencia de acciones, en las que intervienen unos objetos y/o personas determinados. Su organización, basada en una estructura profunda, invariante y estable, que determina los aspectos esen­ciales de la actividad, da lugar a la estructura superficial, los factores que varían de una situación concreta a otra.

Para Bruner estas actividades dan lugar a contextos de interacción convencionales u ordinarios que se caracterizan por ser más manejables cognitivamente, lo cual ayu­da al niño a entender lo que el adulto tiene en mente. Su grado de estructuración faci­lita la construcción de las primeras representaciones mentales compartidas con el adul­to. Dichas representaciones le permiten reconocer la actividad, anticipar lo que va "­suceder, tener unas expectativas sobre la actuación del adulto y su propia actuación. Participar de forma cada vez más activa, tomar la iniciativa y negociar algunos aspec­tos a través del establecimiento de mecanismos de mediación cada vez más complejos..

Estas primeras representaciones compartidas, previas a la adquisición del len­guaje, permiten al bebé interpretar las palabras y gestos del adulto en el contexto de las rutinas que se estructuran como esquemas mentales de acontecimientos referido a su experiencia concreta, en un contexto fijo, con unos adultos determinados. Las representaciones tienen su origen en los cuadros perceptuales y darán lugar a los sig­nificados de orden lingüístico.


Ejemplo 1.3.

La primera acción para bañar a un niño es desnudarlo; la ropa y su cuerpo serían los obje­tos más sobresalientes; después, hay que sumergirlo en el objeto agua, para enjabonarlo con el jabón, enjuagarlo con el agua, secarlo con la toalla ... Puede ser que un día el adulto utili­ce esta situación para jugar con el bebé o, tal vez, tenga prisa y se limite a lavarlo, que el agua esté más fría o que lo bañe la abuela en lugar de la madre …

Cuando se baña por primera vez a un bebé, los padres suelen tener una gran expectativa por ver a su hijo disfrutar en el agua. Sin embargo, los bebés no disfrutan de su primer baño, más bien se muestran espantados y temerosos. Sólo después de que esta actividad queda ins­taurada en la secuencia cotidiana, en un momento especial del día, y gracias a que se reali­za siempre de la misma manera y en el mismo lugar, el bebé consigue relajarse, disfrutar y participar activamente porque es capaz de anticipar lo que va a suceder. Cuando el bebé se lo está pasando bien en el agua, implementa diferentes mecanismos para lograr prolongar su permanencia en ella: se pone rígido para dificultar la acción de sacarlo, se coge del borde de la bañera, llora ...


Entre los cuatro y los seis meses, el proceso de desarrollo y la experiencia en la interacción permiten al niño iniciar una relación a distancia con el adulto. El con­trol motor logrado y la experiencia en el mundo de los objetos hacen posible la dife­renciación entre objetos y personas. El adulto busca nuevas formas de relación con el niño a través de juegos muy simples. Estas interacciones se caracterizan por ser triangulares: intervienen el niño, el adulto y el objeto, y dan lugar a la aparición de nuevas estrategias de comunicación más complejas que aseguren el transcurso de la interacción. Bruner las denomina formatos de juego y las organiza en tres grandes gru­pos: de acción conjunta (juego de dar y tomar, poner y sacar, construir y tirar), de atención conjunta (lectura de imágenes, señalización de objetos) y de acción y aten­ción conjunta (juego del cucú). Para Bruner:


El formato es una pauta de interacción estandarizada e inicialmente micro­cósmica, entre un adulto y un infante, que contiene roles demarcados que final­mente se convierten en reversibles (1983: 119).


El formato es una interacción contingente entre, por lo menos, dos partes actuantes, contingente en el sentido de que las respuestas de cada miembro pue­den mostrarse como dependientes de una respuesta previa del otro. Cada miem­bro de la pareja mínima tiene un objetivo y un conjunto de medios para su logro.


Cada uno tiene la capacidad de afectar el progreso del otro hacia los objetivos res­pectivos (1983: 130).


Al igual que las rutinas de cuidado, los formatos de juego tienen una estructura profunda estable y, por tanto, predecible, que facilita la negociación de los significa­dos de la estructura superficial que hacen posible el acto de jugar. En el juego del cucú, la estructura profunda implica que algo o alguien ha de desaparecer y apare­cer pero, en cada situación concreta, niño y adulto han de negociar qué o quién desa­parece y qué utilizan de pantalla.

Para Bruner, en los formatos se hallan presentes tres factores que son funda­mentales en la comunicación verbal: anuncio de intenciones, regulación deíctica y control presuposicional. En un primer momento es el adulto quien invita (y ense­ña) al niño a jugar, pero, gracias a la reiteración, el niño aprende el juego y es capaz de tomar la iniciativa. Para que se produzca la interacción, niño y adulto deben hacer explícito su deseo de jugar y negociar con el otro sus intenciones, han de ser capaces de mantener la actividad y de negociar su finalización. También han de llegar a acuer­dos sobre el lugar en el que se jugará o los objetos que intervienen. El proceso de enunciación y negociación de intenciones supone la elaboración conjunta de proce­dimientos complejos de comunicación.

En los formatos de juego se observan cambios de roles similares a los cambios deíc­ticos (tú l yo, aquí/allí) que se producen entre los interlocutores en un diálogo. En un momento de la interacción el bebé tiene el papel de agente y el adulto de receptor pero, acto seguido, se intercambian los roles y el adulto pasa a ser agente y el niño receptor, Por ejemplo, en los formatos de acción conjunta, ahora es el niño quien tira la pelota y el adulto la toma, para luego ser el adulto quien la tira y el niño quien la recoge.

Toda interacción supone la necesidad de establecer y mantener un cierto grado de intersubjetividad. El control presuposicional, el conocimiento compartido sobre la estructura profunda del formato, posibilita la negociación de la estructura super­ficial y de las intenciones de los participantes, como en el diálogo verbal garantiza su establecimiento y mantenimiento.

Además, en los formatos de juego, el adulto suele intervenir repitiendo una fra­se relacionada con un momento de la secuencia. Por ejemplo, en el juego del cucú, dice "[aquí está!" cada vez que aparece el objeto o la persona. En un primer momen­to, el niño consigue otorgar un sentido a esa frase, en el contexto del formato de jue­go e intenta reproducirla. Pero el adulto suele utilizar esta misma frase en otros con­textos, por ejemplo cuando encuentra algo que buscaba. Poco a poco, el niño es capaz de ampliar el sentido de la frase y de reproducirla en otros contextos.

En esta época, también, se produce un avance significativo del gesto como ins­trumento de comunicación. Ya se ha hablado de la importancia, por ejemplo, de la mirada en el establecimiento de la comunicación inicial. Pero ahora, ciertas acciones del niño que el adulto interpreta como producidas con una intención comunicati­va, establecen nuevos gestos al servicio de la interacción. A fuerza de que esta situa­ción se repita y que, por este medio, el bebé logre su objetivo, el niño interioriza este gesto como un nuevo medio para comunicarse con el adulto.


Ejemplo 1.4.

 Cuando, por ejemplo, a los seis meses, el bebé estira el brazo, abriendo y cerrando la mano, con la mirada fija en el objeto que desea pero que se halla fuera de su campo de acción (el niño no tiene noción de la distancia que lo separa del objeto ni de la longitud de su brazo), el adulto que lo observa suele interpretar esta acción no como un error cognitivo del niño que todavía no domina las dimensiones, sino como un gesto comunicativo a tra­vés del cual le reclama que le alcance el objeto deseado. La repetición de esta situación per­mite al bebé interiorizar ese gesto como un gesto comunicativo y si el adulto no lo está obser­vando, grita o llora para garantizar su intención comunicativa.
El adulto, además, acostumbra a poner en palabras la demanda que infiere del gesto del bebé, mientras realiza la acción solicitada, como buscando confirmar su interpretación. De esta manera, ofrece al bebé, por un lado, el modelo convencional utilizado para realizar demandas de este tipo y, por otro, la posibilidad de intervenir para confirmar o no la interpretación que ha hecho el adulto. También, el adulto enseña al niño gestos comunicativos como el de despedirse alzando el brazo mien­tras abre y cierra la mano.


En el desarrollo de la comunicación preverbal se articula, también, la experi­mentación por parte del bebé de sus capacidades fónicas. Las primeras vocalizacio­nes se caracterizan por ser reflejas y universales. Entre el nacimiento y los dos meses, todos los bebés de todas las culturas reproducen los mismos sonidos rítmicos como respuesta a estímulos visuales, táctiles o auditivos. Estas primeras fonaciones dan lugar, entre los dos y los cuatro meses, a los gorjeos (o conducta del "ajo"), que posi­bilitan el establecimiento de las protoconversaciones. También son universales, simi­lares en todos los contextos lingüísticos y producidos por los niños sordos de naci­miento. A los cinco meses, el pequeño produce sonidos consonánticos y vocálicos aislados pero que siguen siendo universales.

A los seis meses, en la fase del laleo, el niño comienza producir cadenas silábicas, reiteradas y largas, en las que predominan los sonidos propios de su lengua materna, como por ejemplo: papapapapa ... o tatatatata ... Estos sonidos articulados implican el funcionamiento de los órganos de fonación. (Los adultos suelen interpretarlas como si fueran palabras: "¡El niño dice papá!", pero el pequeño está lejos de otorgarles un significado.) A los nueve meses, en la fase de la ecolalia, es capaz de reproducir nuevas estructuras silábicas que, encadenadas entre sí, son usadas en contextos comuni­cativos. A partir de este momento, las producciones fónicas del niño se parecen cada vez más a las de los adultos, gracias a su creciente capacidad para imitar los sonidos, la entonación y la curva melódica del habla adulta.

Los enunciados verbales de los adultos están constituidos por una fuerza ilocu­tiva (tono, entonación, gesto y todos aquellos elementos que acompañan la emisión oral) que transmite parte de la intención comunicativa del hablante. El niño emplea estrategias de este orden para comprender el lenguaje del adulto. El contexto extra­lingüístico y los aspectos paralingüísticos del discurso adulto se transforman en indi­cios indispensables para poder interpretar la intención comunicativa. También, a tra­vés de estos patrones, el bebé expresa sus intenciones. En esta jerga expresiva, el niño utiliza expresiones formadas por sonidos sin significado, pero que presentan las pau­sas, las inflexiones y los ritmos del discurso del adulto.



1.5. El inicio de la comunicación verbal: las primeras palabras


Entre los 12 y 18 meses, el niño dice las primeras palabras. A pesar de ser configuraciones fonéticas semejantes a las producciones adultas, se emplean con un vale, más de señal, de gesto comunicativo, que de palabra. Hacen referencia al contexto compartido y tienen una función de frase, por lo que se denominan palabra frase" holofrase. El significado que el pequeño otorga a las primeras palabras es idiosincrásico porque se halla ligado a su propia experiencia en un contexto. Aun cuando foné­ticamente sean semejantes a las pronunciadas por el adulto, el significado presenta diferencias (la palabra mamá no hace referencia al mismo significado a los 18 mese o a los 3 años que a los 10). A través de la palabra frase, el bebé comunica y negocia intenciones y significados que el adulto es capaz de interpretar apoyándose en los índices paralingüísticos y extralingüísticos. La palabra del niño adquiere sentido en el contexto compartido.


Ejemplo 1.5.

Un niño puede decir "agua" mientras tira del adulto hacia la cocina y señala el grifo. El adulto interpretará que tiene sed y quiere agua. Pero también puede decir "agua" señalando el mar, impresionado por su visión. En este segundo caso, tanto la intención comunicativa del bebé como la interpretación del adulto de la palabra "agua", varía de forma significativa er función del contexto en el que es dicha. El adulto suele intervenir, verbal izando su interpre­tación de la palabra del niño, a modo de pregunta: "¡Tienes sed?, ¡quieres agua?" o "¡Has vis­to cuánta agua? [Es el mar!". Con este tipo de intervención busca confirmar su interpretación. al tiempo que ofrece al pequeño el modelo lingüístico correcto.


En un primer momento, las palabras frases forman parte de contextos ritualiza­dos (tal y como se ha descrito para los formatos de juego: "¡Aquí está!" en el juego del cucú). Pero, paulatinamente, se van generalizando a nuevas situaciones, gracias al uso que el adulto hace de la misma palabra, en diferentes contextos.


Ejemplo 1.6.

Un niño puede adquirir la palabra "quema" en el contexto de comer, referida a la tem­peratura de los alimentos y, en un principio, restringir su uso a esta situación asociándola a la acción de soplar para enfriarla. Pero, con el tiempo, extenderá su empleo a otros con­textos y la utilizará para referirse a la temperatura del agua del baño o al peligro que repre­sentan el horno o el calefactor encendidos, dado que el adulto la emplea, también, en estos contextos.


La capacidad del niño para comprender el habla adulta referida al contexto com­partido es mucho mayor que su capacidad de expresión. De hecho, suele entender mucho más de lo que los adultos suponen y, en algunos casos, mucho más de lo que demuestra (sobre todo cuando sus intereses son contradictorios con lo dicho por el adulto).

El pequeño realiza sobreextensiones, es decir, utiliza una palabra generalizando su referencia a objetos de categorías próximas, por ejemplo llama "guau guau" a todo animal de cuatro patas o "pelota' a cualquier objeto que ruede. 0, al revés, restrin­ge el uso de la palabra a uno o a un tipo de individuos de la categoría y dice, por ejemplo, "gato" sólo para referirse al gato de su abuelo o llama "camión" sólo a aque­llos que tienen la caja descubierta. Por lo general, sus palabras tienen una extensión media y llama, por ejemplo, "coche" a todo vehículo terrestre.

Si se analizan desde la fonética, se puede hablar de palabras semejantes a las pro­ducidas por el adulto (como decir "ava" por agua o "mama" por mamá) o idiosin­crásicas, es decir, construcciones "inventadas" por el niño (como llamar "tete" al chu­pete o "bibi" al biberón) que los adultos que conviven con él, conocen y otorgan valor de palabra.

Durante el segundo año de vida la incorporación de nuevas palabras se realiza lentamente pero, a partir de los 20-24 meses, el proceso se acelera y el léxico crece rápidamente. La necesidad de comunicarse, de participar en contextos de actividad compartida significativos para él, lleva a un aumento progresivo del vocabulario. El niño incorpora palabras con valor referencial que antes eran denotadas a través de gestos, porque reconoce que son más eficaces y económicas a la hora de requerir, demandar, ofrecer, rechazar ... Utiliza palabras, de todas las categorías gramaticales, para referirse a objetos, acciones, estados o acontecimientos y algunas convenciones sociales (como hola o gracias). Aparece la concordancia entre género y número, se inicia en el uso, con algunas dificultades, de los artículos demostrativos, posesivos y pronombres personales y utiliza la forma verbal del infinitivo y del presente. Estos avances posibilitan las primeras combinaciones de palabras.

Con las primeras palabras el niño puede realizar designaciones de muy diverso orden, pero expresarse por medio de una sola palabra tiene sus limitaciones. Las pri­meras construcciones sintácticas se relacionan con la capacidad creciente del niño para reconocer el lenguaje como el instrumento ideal para la comunicación. Antes también utilizaba construcciones mixtas, del estilo de "aquí está", pero se dan a par­tir del modelo adulto y el niño las utiliza como si fueran una única palabra. Mediante la combinación de dos palabras, el pequeño, puede hacer referencia a acciones ("nene corre"), a localizaciones ("aquí pelota"), a negaciones ("plátano no"), a posesiones ("zapato mamá").

Desde diferentes posturas teóricas se ha intentado explicar estas primeras cons­trucciones. La Gramática Generativa, basada en las teorías de Chomsky, parte de la idea según la cual las características estructurales de las primeras combinaciones son comunes a todas las lenguas, debido al origen innato de la adquisición del lenguaje. Se distinguen dos categorías de palabras que intervienen en las primeras combina­ciones, las palabras pivote (aquí, no, etc.) y las abiertas (mamá, comer, zapato, etc.). Mientras que las palabras pivote estructuran el enunciado, aparecen con mucha fre­cuencia y están sometidas a reglas fijas (tiene una posición fija en la construcción aparecen al principio o al final pero siempre en el mismo lugar, no pueden combinarse entre sí ni ir solas), las palabras abiertas son más cambiantes y variables, pueden ser verbos o sustantivos y no tienen restricciones de uso.

Sin embargo, la Gramática Generativa no logra su cometido. No consigue explicar cómo se pueden encontrar producciones del tipo: "aquí no", "aquí" o "mío papa: y "papá mío". Tampoco aclara cómo el significado de una misma producción infantil cambia de sentido en función del contexto. Por ejemplo, un niño puede decir "papa zapato" para avisar a su padre que se le ha caído el zapato o para enseñar a otra persona el zapato de su padre.

La explicación basada en la teoría genética de Piaget plantea que durante el periodo sensorio motor, el pequeño elabora una serie de nociones sobre la realidad (agente, objeto, acción... ) que relaciona y expresa por medio del lenguaje. El orden de las palabras en la combinación estaría determinado por el conocimiento semántico y por el sintáctico.

Bruner (1983) sostiene que situaciones como la de los formatos de juego constituyen marcos ideales para que el niño construya nociones como las de agente, lugar o posesión. El habla adulta le permite reconocer los segmentos lingüísticos que marcan y relacionar las formas lingüísticas con los significados a los que se refiere.



1.6. Diferencias individuales en la adquisición del lenguaje


En el período que va de los tres a los seis años, es fácil observar diferencias noto­rias en el uso del lenguaje entre los niños de una misma edad. Por ejemplo, nos pode­mos encontrar con un niño de cuatro años que tenga un lenguaje descontextualiza­do y sea capaz de expresarse por medio de un vocabulario rico y construcciones sintácticas complejas, mientras que otro niño de la misma edad presenta un lengua­je pobre, dependiente del contexto, con un léxico reducido y unas construcciones sintácticas simples.

Si un niño aprende a hablar porque se le habla, la calidad del lenguaje de las per­sonas que interactúan con él y la diversidad de los contextos comunicativos en los que participa tienen un lugar decisivo en el proceso de adquisición de una lengua. Nadie explica al niño las reglas que rigen su lengua materna, las deduce en función del uso que los otros, hablantes competentes, hacen de ella al comunicarse con él. El modelo de lenguaje que se le brinda o input lingüístico, es decir, las experiencias de comunicación verbal que se le ofrecen, tienen un lugar fundamental en el proceso de construcción e interiorización.

El habla adulta depende, también, de diversos factores. No todos los hablantes de una misma comunidad lingüística utilizan la lengua de una misma manera. Existen diferentes estilos y modelos de uso entre los diversos grupos de hablantes, adaptados a las diferentes formas de vida que ofrecen al aprendiz un input lingüís­tico distinto. Estos estilos y modelos de habla suelen estar relacionados con facto­res de orden sociocultural.

Además los adultos presentan una diversidad de opiniones acerca de las capaci­dades del pequeño para comprender sus mensajes verbales. Hay adultos que subes­timan estas posibilidades y restringen sus intervenciones verbales a las situaciones que organizan la vida del niño ("Ven a comer", "Has de bañarte") o que limitan su actuación ("No juegues a la pelota en la sala", "Ten cuidado, el horno quema"). Otros, en cambio, utilizan cualquier situación para intentar establecer una comunicación con el pequeño y utilizan el lenguaje para anticipar y planificar lo que harán, inten­tan establecer diálogos sobre temas de interés para el niño o proponer situaciones de interacción en las que el lenguaje tiene un lugar central, como puede ser contar cuen­tos. La experiencia lingüística será muy distinta en uno u otro caso y, por tanto, las posibilidades de construir el lenguaje también será dispar.

Existen, asimismo, diferencias individuales relacionadas con el estilo comunica­tivo del niño, aunque en general, se asocian a las condiciones del contexto de desa­rrollo. Hay niños que son muy comunicativos y que comienzan a hablar desde muy pequeños con un lenguaje idiosincrásico. Hay otros que suelen preocupar a sus padres porque no hablan hasta muy tarde, pero cuando comienzan a hablar lo hacen con un lenguaje preciso y bien estructurado.


1.7. La adquisición del lenguaje de los tres a los seis años

A continuación se describen los progresos en la adquisición del lenguaje de los niños entre los tres y los seis años. Sin embargo, es importante no perder de vista que se trata de una explicación que, por fuerza, ha de ser general y basada en los aspec­tos que se observan con más frecuencia en cada edad. En la realidad, lo que se obser­va son diferencias individuales. Estas diferencias no constituyen, necesariamente, indicadores que permitan pronosticar la competencia lingüística que el individuo tendrá en el futuro.


I.7.I. El habla a los tres años

A los tres años, el proceso de desarrollo y aprendizaje del niño le permite parti­cipar en nuevos contextos de interacción que le ofrecen una mayor variedad de acti­vidades y personas con quienes interactuar. Sus experiencias de comunicación se enri­quecen y, por lo tanto, su conocimiento del lenguaje, al tiempo que le exigen una mayor destreza para poder expresar y negociar intenciones, deseos y medios.

El niño es capaz de entender el lenguaje descontextualizado del adulto, siempre y cuando éste haga referencia a situaciones simples e interesantes para él. Su compe­tencia lingüística le permite, por ejemplo, seguir la narración de un cuento con una trama simple sin soporte externo (como pueden ser las ilustraciones de un libro), eje­cutar de forma autónoma consignas dadas por el adulto en la medida en que se refie­ran a situaciones conocidas por él (como lavarse las manos) o comprender la antici­pación que hace el adulto sobre una actividad a realizar en un futuro próximo (como puede ser un paseo o una excursión).

Es capaz de expresarse con bastante habilidad en referencia al contexto compar­tido pero todavía tiene serias dificultades para explicar sucesos no referidos al aquí y ­ahora. Un niño de tres años puede dejar muy claro, por ejemplo, que uno de los ali­mentos que tiene para comer no le gusta, que quiere jugar a la pelota o que tiene miedo a la oscuridad de su habitación por la noche. Pero cuando quiere explicar algo que le ha sucedido a un interlocutor que no ha compartido con él la experiencia, e, interlocutor debe hacer un esfuerzo por organizar e interpretar la información que el niño le ofrece.

Esta dificultad se explica porque todavía no ha terminado el proceso de interio­rización del lenguaje pero, también, por las características del pensamiento preope­ratorio (segunda etapa del desarrollo cognitivo propuesta por Piaget que hace refe­rencia a la capacidad de pensar la realidad por medio de la función simbólica pero que aún no le permite operar a partir de la lógica). El egocentrismo, la dificultad de, niño de ponerse en el lugar del otro, tiene como consecuencia que no controle aspectos básicos del conocimiento compartido. El niño de esta edad da por sentado que si él hace referencia a alguien o algo, no necesita explicar a su interlocutor de quién o qué se trata porque éste lo conoce tanto como él. Por ejemplo, puede contar una historia sobre Toni, sin necesidad de explicarnos si el tal Toni es su tío, un amigo del parque o el perro de su abuelo. Otra dificultad agregada es que, a pesar de iniciarse en el dominio de las relaciones espacio temporales, todavía le cuesta organizar su dis­curso a partir de la secuencia cronológica o de relaciones causales.

El lenguaje acompaña su actuación en el medio, el niño habla mientras juega, investiga o experimenta. Pero el lenguaje, todavía, no anticipa la acción ni sirve para organizar su actuación y, mucho menos, consigue reemplazarla. Por ejemplo, un niño que va a jugar con las maderitas no anuncia que se propone construir una torre muy alta pero, a medida que va poniendo las piezas una sobre otra, hace comentarios, para sí mismo, sobre la torre y su altura. Sin embargo, el lenguaje comienza a ayudarlo a controlar su conducta y la de los otros. Un niño de tres años le dice "¡Tonto!" o "Malo, vete de aquí" a un compañero con el que se ha enfadado, a diferencia de otro de dos que resolvería el conflicto por medio de la agresión física.

A los tres años los niños pronuncian correctamente la mayoría de los fonemas de su lengua materna, a excepción de los que presentan mayor complejidad (como por ejemplo, el fonema vibrante compuesto de carro), algunos grupos de consonantes (como pr o bl) o los diptongos. El léxico aumenta constantemente, lo que le permi­te expresarse con mayor precisión. El niño domina con mayor facilidad los nombres comunes genéricos, como por ejemplo perro, que las categorías más generales, como animal. Se detectan hiperónimos, como por ejemplo, referirse a delfines y tiburones con el nombre de "peces" porque comparten el mismo medio acuático. Usa los pro­nombres posesivos de la primera y segunda persona pero para la tercera suele utili­zar la formula "es de Ana" en vez de "es suyo". Utiliza los artículos determinados e indeterminados, adjetivos y demostrativos y emplea algunas preposiciones como, a, en, de o para.

Construye oraciones simples (sujeto - verbo - objeto) en las que combina tres o cuatro elementos, aunque no siempre respeta el orden convencional. Muestra una buena destreza en la enunciación de frases declarativas y negativas pero, inicialmen­te, marca los enunciados interrogativos por medio de la entonación ("¿Vamos?" en vez de "¿Cuándo nos vamos?"). Domina la concordancia de género y número ("la niña-el niño", "el coche-los coches"). Conjuga los verbos en los modos indicativo e imperativo (los que más utiliza el adulto cuando se dirige a él) en el presente simple (corro) y se inicia en el uso del pasado inmediato (corrí) y perfecto (he corrido) y en el futuro (correré) que utiliza para expresar un deseo o una voluntad. Conoce muchas de las normas que rigen el uso de la lengua pero no las excepciones y, por eso, reali­za generalizaciones ("yo jugo" por yo juego o "sabo" por sé, "la caballa" por la yegua o "idioto" por niño idiota).


I.7.2. El habla a los cuatro años

A los cuatro años, la experiencia del niño en contextos de interacción variados y con una diversidad de personas, da lugar a un salto cualitativo en el proceso de adqui­sición del lenguaje. El niño comprende las ventajas del lenguaje como instrumento de comunicación y las posibilidades que éste ofrece para trascender el aquí y el aho­ra. Como sucede con toda nueva adquisición, el pequeño tiene un gran interés por ejercer su nueva habilidad, desea entablar conversaciones y demuestra un gran placer por hablar. El hecho de que progresivamente vaya superando el egocentrismo y esté más capacitado para comprender razonamientos lógicos, facilita el establecimiento de diálogos y los procesos de negociación. El lenguaje comienza a anticipar y a organi­zar la acción. En el juego, por ejemplo, anticipa el papel que adoptará ("yo era la mamá") o antes de ponerse a dibujar prevé qué representará ("vaya dibujar un perro").

Es la edad del lenguaje egocéntrico, antecesor del pensamiento interiorizado. Su función es la del pensamiento en el adulto pero adopta la forma del lenguaje social: el niño piensa en voz alta. Por eso, frente a cualquier situación que suponga un pro­blema o represente una exigencia se observa un aumento del habla para sí:

[ ... ] el lenguaje egocéntrico es una etapa del desarrollo que precede al lenguaje interior: ambos cumplen funciones intelectuales, sus estructuras son semejantes, el habla egocéntrica desaparece en la edad escolar, cuando comienza a desarrollarse la interiorizada. [ ... ] el egocéntrico ... Es un lenguaje vocalizado y audible, o sea externo en su modo de expresión, pero al mismo tiempo lenguaje interior, en cuan­to a función y estructura (Vigotski, 1973: 173).

El niño no tiene mayores dificultades para comprender el discurso descontex­tualizado del adulto, siempre que éste sea significativo para él, y en el caso de que no entienda, pregunta. Se expresa de forma descontextualizada, es capaz de explicar algo que le ha sucedido sin que el interlocutor tenga que hacer grandes esfuerzos de inter­pretación, gracias a que, entre otras cosas, avanza en el dominio de las relaciones espa­cio temporales y causales. A pesar de ello, todavía tiene limitaciones para referirse a estas relaciones verbalmente (por ejemplo, suele referirse a secuencias temporales con la fórmula reiterativa de "y entonces..., y entonces...").
Pronuncia correctamente la mayoría de los fonemas de su lengua materna. Posee un léxico amplio y bastante preciso; cuando no sabe el nombre de algo lo pregunta, así como pregunta el significado de las palabras que no comprende utilizadas por el adulto. Comienza a usar oraciones compuestas, especialmente coordinadas, aunque éstas pueden presentar problemas de concordancia. Utiliza las partículas interroga­tivas para preguntar, no en vano es la edad del "¿por qué?... ¿y por qué?", que res­ponde tanto a su curiosidad por el mundo que lo rodea como a su interés por hablar. Emplea los pronombres personales con corrección. Se inicia en el uso de los modos condicional y subjuntivo, aunque confunde uno con el otro (cosa que también hacen muchos adultos). Utiliza ciertas convenciones: saluda cuando se encuentra con alguien, dice gracias o pide por favor.

I.7.3. El habla a los cinco años

A los cinco años, el lenguaje anticipa la acción y sirve para coordinarse con otros.
Por ejemplo, a esta edad los niños se interesan por jugar con otros niños y el lenguaje no sólo les permite negociar a qué jugar, sino que, en el caso del juego simbólico, les permite repartir roles y trazar las grandes líneas del guión ("Tú eras la mamá y yo el bebé y entonces tu me dabas de comer pero yo no quería") o en el caso de juegos reglados, como el fútbol, les permite discutir las reglas, aunque les cueste ponerse de acuerdo. No tienen mayores dificultades para comprender ni expresarse de forma descontextualizada. Son capaces, por ejemplo, de narrar historias inventadas o de organizar una serie de eventos del pasado, darles un tratamiento lógico y explicarlos respetando las convenciones lingüísticas formales.

Pronuncian correctamente los fonemas de su lengua materna y se interesan por el análisis de la secuencia fónica del habla, en un primer momento a nivel silábico y luego fonético ("a - a - avión, como la mía A - A - Ana"). Este análisis se halla al servicio del aprendizaje de la lengua escrita. A esta edad el niño posee ya un léxico rico, preciso y abundante, aunque le cuesta comprender las palabras sin un referen­te específico, como pueden ser libertad o solidaridad, y tiene dificultades para inter­pretar metáforas o analogías. Utiliza habitualmente oraciones compuestas, coordi­nadas y subordinadas, aunque pueden presentar problemas de conexión o de concordancia. Emplea formas convencionales, no sólo en las situaciones cotidianas, "gracias, buenos días", sino también con las fórmulas de los cuentos populares: "Había una vez... " o "Colorín, colorado este cuento se ha acabado".

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